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Carlos Drummond de Andrade

Pelé a 1000

Lo difícil, lo extraordinario, no es hacer mil goles, como Pelé. Es hacer un gol como Pelé. Ese gol que nos gustaría tanto hacer, pero que, diabólicamente, no se deja hacer. El gol.
¿De qué vale escribir mil libros, como simple resultado de una aplicación mecánica, las manos golpeando la máquina de la mañana a la noche, el trasero ubicado sobre un almohadón, palabras dóciles y resignadas al uso incoloro? El asunto es el libro único, para el cual no hay condiciones, reglas, recetas, códigos, cólicos que lo hagan existir, y sólo él importa -negativamente- en nuestra bibliografía. Novelistas que no capturan la novela, poetas de los cuales el poema se está riendo a la distancia, pensadores que glosan el gastado pensamiento ajeno, en vano circulamos por la pista durante 50 años. La enorme cantidad de papel que ensuciamos sigue en blanco, ajeno a las letras que en él se imprimen., pues no era ésa la combinación de palabras que exigía de nosotros. ¡Y cuántos metros cúbicos de sudor para llegar a ese no-resultado!
¿Entonces el gol no depende de nuestra voluntad, formación y maestría? Me temo que no. ¿Es, acaso, un producto divino? Y si no valen de nada los exorcismos, las invocaciones cabalísticas, los recursos mágicos para que él se manifieste… Si es cosa de Dios, Dios se divierte negándolo a quienes se lo imploran y ofrendándolo a su capricho, sólo Dios sabe a quién, a veces a quien no lo merece. La obra de arte, ya sea en forma de gol o de texto, casa, pintura, sonido, danza y todo lo demás, parece más bien algo que está en la naturaleza, que se revela arbitrariamente, casi al margen del medio humano empleado para la revelación. Si la obligación de todos es aprender ¿Por qué todos los que aprenden no la realizan? ¿Por qué sólo éste o aquél llega a realizarla? ¿Por qué no hay once Pelés en cada equipo? ¿O diez, para darle una oportunidad al equipo adversario?
El Rey llega al milésimo gol (sin apuro, dándose incluso el lujo de rectificar la cuenta, disminuyéndola) gracias a una fatalidad ajena a su sabiduría técnica y artística. En realidad, siempre está haciendo el mismo tanto perfecto, pues otros tantos menos primorosos no tienen nada que ver con él. Solo sabe hacer lo mejor, y cuando deja de sobresalir en la cancha es porque hasta él tiene momentos en los que no es Pelé, como los no-Pelé que somos todos.
El mundo está integrado por consumidores que sirven a algunos creadores. El desequilibrio es dramático, y sólo no determina la frustración universal porque no nos damos cuenta de nuestra impotencia creadora, y hasta nos eludimos atribuyéndonos una potencia imaginaria. Incluso, por un defasaje absurdo, la creación, en muchas áreas, no llega ni siquiera a ser absorbida por los consumidores que carecen de ella. Muchos seres no saben consumir, vegetan en estado de carencia inconsciente. Para consumir hace falta estar preparado. Pero los millones de analfabetos desnutridos y marginados, tanto del mundo occidental como del oriental, ni sospechan que hay alimentos fascinantes para hambres no presentidas.
Afortunadamente, en el caso de Pelé, el plato artístico que él ofrece alcanza al paladar de todos. El fútbol es uno de esos raros ejemplos de arte corporal y mental que promueven una felicidad unánime, aun cuando dividan a la masa consumidora en grupos antagónicos. Antagonismo formal, al fin de cuentas, pues la fusión íntima se opera en torno a la belleza del gesto, venga del cuerpo que viniere.
Los mil goles de Pelé son uno solo, multiplicado y siempre nuevo, único en su ejemplaridad. No sé si debemos exaltar a Pelé por haber logrado tanto, o si nuestro elogio debiera estar dirigido más bien hacia el gol en sí, que se dejó hacer por Pelé, negándose a tantos otros. O al genio del gol, que se encarnó en Pelé, por una de esas elecciones misteriosas que la genética todavía no sabe explicar, pues la ciencia, felizmente, todavía no explicó todo en este mundo.


Búsqueda de la Poesia


No hagas versos sobre acontecimientos.
No hay creación ni muerte ante la poesía.
Ante ella es un sol estático la vida,
ni calienta ni ilumina.
Las afinidades, los cumpleaños, los incidentes personales nada cuentan.
No hagas poesía con el cuerpo,
ese excelente y confortable cuerpo, tan adverso a la efusión lírica.
Tu gota de bilis, tu careta de gozo o de dolor en lo oscuro son indiferentes.
No me reveles tus sentimientos,
que se aprovechan del equívoco e intentan el largo viaje.
Lo que piensas y sientes, eso aún no es poesía.

No cantes a tu ciudad, déjala en paz.
El canto no es el movimiento de las máquinas ni el secreto de las casas.
No es música oída cuando pasas; rumor del mar en las calles junto a la línea de
espuma.
El canto no es la naturaleza
ni los hombres en sociedad.
Para él, lluvia y noche, fatiga y esperanza, nada significan.
La poesía (no saques poesía de las cosas)
omite el sujeto y el objeto.

No dramatices, no invoques,
no indagues. No pierdas tiempo en mentir.
No te aburras.
Tu yate de marfil, tu zapato de diamante,
vuestras mazurcas y supersticiones, vuestros esqueletos de familia
desaparecen en la curva del tiempo, son algo inútil.

No recompongas
tu sepultada y melancólica infancia.
No osciles entre el espejo y la
memoria que se disipa.
Si se disipó no era poesía.
Si se partió cristal no era.

Penetra sordamente en el reino de las palabras.
Allí están los poemas que esperan ser escritos.
Están paralizados, pero sin desesperación,
hay calma y frescura en la intacta superficie.
Helos aquí solos y mudos, en estado diccionario.
Convive con tus poemas antes de escribirlos.
Ten paciencia, si oscuros. Calma si te provocan.
Espera que cada uno se realice y consuma
con su poder de palabra
y su poder de silencio.
No fuerces al poema a desprenderse del limbo.
No recojas del suelo el poema ya perdido.
No adules al poema. Acéptalo
como él aceptará su forma definitiva y concentrada
en el espacio.

Acércate y contempla las palabras.
Cada una
tiene mil facetas secretas bajo la faz neutra
y te pregunta, sin interés por la respuesta,
pobre o terrible, que le des:

¿Has traído la llave?

Observa:
yermas de melodía y de concepto
se refugiaron en la noche, las palabras.
Húmedas aún e impregnadas de sueño,
ruedan en un difícil río y se transforman en desprecio.

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