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Enrique Lihn - Poesia

Ciudades

Ciudades son imágenes.
Basta con un cuaderno de escolar para hacer
la absurda vida de la poesía
en su primera infancia:
extrañeza elevada al cubo de Durero,
y un dolor que no alcanza a ser él mismo,
melancólicamente.

Dos ratas blancas giran en un círculo
a la velocidad de la neurosis;
después de darme vueltas sesenta días justos
en el gran mundo como en la jaula,
me concentro en un solo pensamiento:
ratas que giran.

Blanca, velluda, diminuta esfera
partida en dos mitades que brincan por juntarse,
pero donde el tajo, la perpleja lisura
y el dolor, ahora están esas patitas,
y en medio de ellas sexos divisorios,
sexos compensatorios.
Nos salen cosas donde fuimos seres
aparte enteramente, enteramente aparte.
Cinco minutos de odio, total... cinco minutos.

Ciudades son lo mismo que perderse en la calle
de siempre, en esa parte del mundo, nunca en otra.

¿Qué es lo que no podría dar lo mismo
si se le devolviera al todo, en dos palabras,
el ser mezquinamente igual de lo distinto?
Sol del último día; ¡qué gran punto final
para la poesía y su trabajo!

En el gran mundo como en una jaula
afino un instrumento peligroso.


Pena de extrañamiento

No me voy de esta ciudad con la resignación de los visitantes
en tránsito
Me dejo atar, fascinado por ella
a los recuerdos del presente:
cosas que no tuvieron, por definición un futuro
pero que, ciertamente, llegaron a envejecer, pues las dejo a
sabiendas
de que son, tal vez, las últimas elaboraciones del deseo
los caprichos lábiles que preanuncian la vejez.
En una barraca, cerca de Nueva York, el martillero liquidó el
saldo de su negocio
--un stock de fotografías antiguas--
ofreciéndolas a gritos en medio de la risotada de todos:
"Antepasados instantáneos", por unos centavos
Esos antepasados eran los míos, pues aunque los adquirí a vil precio
no tardaron, sin duda, en obligarme a la emoción
ante el puente de Brooklyn
como si Manhattan, que se enorgullece de volatilizar el pasado
conservándolo en el modo de la instigación a desafiarlo
fuera mi ciudad natal y yo el hijo de esos antiguos vecinos de los
que la voz gutural
hace irrisión, y el martillo.

No me voy de esta ciudad sin haber amado aquí
a la mujer que conocí y no conocí ni haber agotado la vida conyugal
reflotando en el negocio de plantas o antigüedades.

La isla dispone de fantasmas artificiales
con que llenar los huecos de la contra-historia
Ellos ocupan en la memoria, con la naturalidad que ésta se permite
en relación a la nada
el lugar de los verdaderos ausentes: caras que vi en las bouffoneries
del Soho
directement angeliques: esas muchachas caídas de la luna a la nieve
vestidas de pierrot y sus acompañantes andróginos
fueron y no fueron mis amigos de juventud
Se congelan lágrimas que son de frío
pero que memorizan, asimismo, a John Lennon
Reconozco la nieve de antaño, que cae
sobre Blecker Street en este día acrónico
mientras se hace de noche a la velocidad simultánea del vuelo de un
murciélago
y pasan películas de mi tiempo en mi barrio.
Como si me retuviera algún negocio en la ciudad
veo a Cary Grant e Irene Dunne
que acaban de morir en una vieja comedia
víctimas del capricho de uno de los primeros automóviles deportivos
(la máquina del glamour)
Sigo sus apariciones y desapariciones
--una cita de Melies en la magia blanca y sonora de Hollywood--
la sorpresa de esta pareja en otro tiempo ideal
cuando el paisaje se espejea en ellos --los transparentes-- por gracia
del celuloide.

Como mis propios fantasmas, esos figurines inverosímiles
evocan, de manera en sí misma realista --alguna época acrónica de lo
imaginario
Son los antepasados instantáneos de los deseos que provocan
en la inocencia total de sus reencarnaciones o desplazamientos
desde su absoluta lejanía en blanco y negro
El beso final no ocurre en la pantalla
sino entre la pantalla y la media luz de la sala
un corte insubsanable en que se juntan y se besan el presente
y el pasado: labios incompatibles
que ninguna comedia puede reunir.
Lo que me ata a la ciudad es todavía más irreal que ese beso
blanco, que connota glamour, escrito en la luz centelleante
(el placer del ojo en el paraíso de la visión artificial)
haciendo el reconocimiento de cómo es lo que no es
hic et nunc, en el Blecker Cinema
Esta ciudad no existe para mí ni yo existo para ella
allí, en ese punto en que los tiempos convergen
bajo la especie de la Duración
Existe para mí, en cambio, en la medida en que logro destemporalizarla
desalojarla, por unos contrasegundos, de la convención que marca el
reloj
con sus pasitos de gato en la rutina del living
Trabajo que Hércules no se soñaba
en franca competencia con la Meditación Trascendental
Si yo lo consiguiera, sentiría apoyarse desaprensivamente en mi brazo
(el de Cary Grant) la mano enguantada
pronta a desaparecer, de una muerta: Irene Dunne
--Frisson nouveau-- y entre la pantalla y la media luz de la sala
(borrado ya del tiempo el día de mi partida:
dos de enero de mil novecientos ochenta y uno)
Se tocarían (no) como para cualesquiera de los espectadores
--gatos descongelados en el invierno de Nueva York--
pasado, presente y futuro
en una unidad de medida que reúna esos tiempos incompatibles
para ellos y para mí, pero no para ellos: los veros vecinos de
Washington Square.
A diferencia mía ellos permanecerán, de hecho, en la ciudad, con el
aval de sus antepasados
a quienes, a lo mejor, pusieron en subasta
por unos centavos
y que yo mismo adquirí en una barraca.
De una memoria de la que mi memoria se hace cargo
en la borrada fecha del dos de enero, mi cuerpo tomará el avión
para hacer, en los meros hechos, de algunas calles cuyos nombres ya no
recuerdo
y de ciertos rincones que nadie volverá a ver
recuerdos sin objeto ni sujeto
Eso en lo que concierne a mi cuerpo, mientras el invisible ciudadano
de esos rincones y esas calles
tan innotorio como lo son, al fin y al cabo, entre sí
diez millones de habitantes
seguirá aquí, delegado por la memoria
que llega a la aberración y toma entonces
no sólo la forma de mi sombra:
mi existencia hecha de algo que se le parezca
Ese doble abrirá en mí un hueco que yo mismo no podría llenar
con las anotaciones de mi diario de viajes
No me proporcionará los estímulos a los que necesite responder
cuando me pregunten en mi pueblo por la Megalópolis
Vivirá en mí de ella, simplemente, como el huésped del mesonero
coadyuvando a que mi vida sea
una versión del discours sur le peu de realité
Porque la realidad estará allí donde ese parásito del ser se pasée
gozando de su inanidad
en tanto miseria sonora de estos versos y más allá del lenguaje
y de la vida que me sustraiga mañana cuando como un cuerpo sin la
mitad de su alma
despojado del terror que fascina, habite
en cualesquiera de esas medio-ciudades, defectuosas copias de
Manhattan
y, por lo tanto, ruinas --nuestros nidos--
antes, después y durante su construcción
algunos de mis puntos de destino
cuando me vaya y no me vaya de aquí.


Monólogo del poeta con su muerte

Y ahora te toca a ti: el poeta y su muerte;
no es una buena escena ni aun para el autor
de los monólogos: nada ocurre en ella
de especialmente emocionante.
El rostro mismo del miedo que uno pensaría
todo un teatro de máscaras,
no es más que este pie equino, un sapo informe,
un puñado de hongos.

Tu misma enfermedad, nunca se supo
quién de los dos el cuerpo, quién el alma
hasta su floración en una noche
en que al gusto habitual a tierra de hojas
de tu lengua, sentiste con horror
que se mezclaba al polen venenoso;
y tus pies te llevaron a la rastra
por el camino de tus hospitales.

Cuánta inocencia ahora
que la muerte prepara tu bautismo
en las aguas servidas de la sangre
una y mil veces transformadas en vino,
quiere que tú te mires en ellas sollozando,
como si todo tu pasado fuera
algo por verse allí
en ese triste espejo que volvía a trizarse
cada siete años, con tu cara adentro.
Todo lo tuyo fue—dicen las trizaduras—
altos y bajos de la mala suerte.

Quienes van a morir en esta pieza
de hospital, ya lo saben los unos de los otros;
lo repiten, lo aprenden, lo recitan, lo aúllan.
El silabario del dolor circula
de cama en cama, los recuerdos tiemblan
juntos, como en un ghetto de Varsovia.
(Médicos que parecen gaviotas, alcatraces,
vuelan sobre un cardumen de termómetros,
y las horribles golondrinas ruedan
con las alas zurcidas a la espalda
y los pies húmedos de escupitajos.)
Nadie, si lo quisiera, podría hacerse trampas
pensando que es un juego esta partida
ni sacar un horrible solitario.
La memoria sajada de los unos
supura, abiertamente,
toda la porquería inolvidable;
la de los otros se extravía y canta
salmos del cloroformo: tangos dodecafónicos
algodonosos y sanguinolentos.

Pero tú, sustraído al delirio común
por un miedo que ya no tiene nombre
ni otra figura que la tuya propia,
vas a morir con dignidad, se dice.
Quizás, como no aceptes de la muerte otra cosa
que, por entretener a las visitas,
unos tropiezos de bufón danzante
junto al trono del rey del humor negro.
Y pues ahora que te asisten plenos
poderes como a Ubu o Chaplín, los imbéciles
sólo atinan a irse
como si se sentaran en las brasas,
tu soledad es cada vez más tuya;
precisas no mezclarte con la chusma, distraes
la mirada paseándola por el vago rebaño
de las camas, te miras el ombligo del mundo.
Todo el orgullo que se diga es poco.

De los recuerdos de tu infancia, no más
juega tu corazón, como en un viejo patio
casi vacío, con los más tranquilos.
Cedes —toda prudencia— al sueño que soñabas
cuando era el despertar de un niño a la dulzura
de la convalecencia, entre las manos
maternales.
Piensas en los hermanos Grimm y en Andersen.
Sabes, crees saber que, pasajero
de un tren-cisne-dragón-globo aerostático,
vas salvando el escollo de la noche, y el aire
libre, la luz del otro extremo del túnel,
te murmura al oído: «ahora estás sano y salvo».
¡Un día al fin! Tu madre, toda suave lectura,
vuelve para aventar del patio los recuerdos
turbulentos, que gritan: ¡El muerto, el muerto,
el muerto!
con las orejas y las manos sucias.


Si se ha de escribir correctamente poesía...

Si se ha de escribir correctamente poesía
no basta con sentirse desfallecer en el jardín
bajo el peso concertado del alma o lo que fuere
y del célebre crepúsculo o lo que fuere.
El corazón es pobre de vocabulario.
Su laberinto: un juego para atrasados mentales
en que da risa verlo moverse como un buey
un lector integral de novelas por entrega.
Desde el momento en que coge el violín
ni siquiera el Vals triste de Sibelius
permanece en la sala que se llena de tango.

Salvo las honrosas excepciones las poetisas uruguayas
todavía confunden la poesía con el baile
en una mórbida quinta de recreo,
o la confunden con el sexo o la confunden con la muerte.

Si se ha de escribir correctamente poesía
en cualquier caso hay que tomarlo con calma.
Lo primero de todo: sentarse y madurar.
El odio prematuro a la literatura
puede ser de utilidad para no pasar en el ejército
por maricón, pero el mismo Rimbaud
que probó que la odiaba fue un ratón de biblioteca,
y esa náusea gloriosa le vino de roerla.

Se juega al ajedrez
con las palabras hasta para aullar.
Equilibrio inestable de la tinta y la sangre
que debes mantener de un verso a otro
so pena de romperte los papeles del alma.
Muerte, locura y sueño son otras tantas piezas
de marfil y de cuerno o lo que fuere;
lo importante es moverlas en el jardín a cuadros
de manera que el peón que baila con la reina
no le perdone el menor paso en falso.

Quienes insisten en llamar a las cosas por sus nombres
como si fueran claras y sencillas
las llenan simplemente de nuevos ornamentos.
No las expresan, giran en torno al diccionario,
inutilizan más y más el lenguaje,
las llaman por sus nombres y ellas responden por sus
nombres
pero se nos desnudan en los parajes oscuros.
Discursos, oraciones, juegos de sobremesa,
todas estas cositas por las que vamos tirando.

Si se ha de escribir correctamente poesía
no estaría de más bajar un poco el tono
sin adoptar por ello un silencio monolítico
ni decidirse por la murmuración.
Es un pez o algo así lo que esperamos pescar,
algo de vida, rápido, que se confunde con la sombra
y no la sombra misma ni el Leviatán entero.
Es algo que merezca recordarse
por alguna razón parecida a la nada
pero que no es la nada ni el Leviatán entero,
ni exactamente un zapato ni una dentadura postiza.


La musiquilla de las pobres esferas

Puede que sea cosa de ir tocando
la musiquilla de las pobres esferas.
Me cae mal esa Alquimia del Verbo,
poesía, volvamos a la tierra.
Aquí en París se vive de silencio
lo que tú dices claro es cosa muerta.
Bien si hablas por hablar, “a lo divino”,
mal si no pasas todas las fronteras.

Digan, al fin y al cabo, lo que quieran:
en la profundidad de la ignorancia
suena una musiquilla verdadera;
sus auditores fueron en Babel
los que escaparon a la confusión de las lenguas,
gente anodina de los pisos bajos
con un poco de todo en la cabeza;
y el poeta más loco que sagrado
pero con una locura con su cuerda
capaz de darle cuerda a la alegría,
capaz de darle cuerda a la tristeza.

No se dirige a nadie el corazón
pero la que habla sola es la cabeza;
no se habla de la vida desde un púlpito
ni se hace poesía en bibliotecas.

Después de todo, ¿para qué leernos?
La musiquilla de las pobres esferas
suena por donde sopla el viento amargo
que nos devuelve, poco a poco, a la tierra,
el mismo que nos puso un día en pie
pero bien al alcance de la huesa.
Y en ningún caso en lo alto del coro,
Bizancio fue: no hay vuelta.

Puede que sea cosa de ir pensando
en escuchar la musiquilla eterna.

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